sábado, 17 de diciembre de 2016

MERECER


Estoy acostumbrada a que las personas me miren y crean que mi vida ha sido fácil. Será porque desde niña aprendí a no quejarme. A guardar todo: enojo, dolor, abuso, fracaso, miedo. Y porque siempre demerito mis logros y termino con las típicas frases de: “no es para tanto” o “es fácil”.


Mi vida ha sido hermosa, o al menos así me gusta verla. Llena de retos que me han llevado a romper mis límites una y otra vez, a veces un poco cansada, a veces sin ganas, otras llena de fe y entusiasmo, pero siempre mirando a las estrellas, sabiendo que más allá de esa luz, hay un ser lleno de amor llamado Jesús.


Y me parece increíble que creyendo en Dios, estando convencida de su existencia, haya pensado muchas veces que no merecía algo, y por esta idea he dejado pasar muchas oportunidades, algunas de ellas extraordinarias. Pero así es esto de ser humano.
Incluso, hubo un tiempo en que la terrible idea de no merecer el amor de Dios me alejó de su presencia y su amor. Y no porque Él dejara de amarme, sino porque yo me alejé de su lado.


Y de esto quiero hablarte hoy, de merecer el amor de Dios.  Nada de lo que tú o yo hagamos nos gana el amor de Dios. Ni nuestros méritos ni nuestro comportamiento, ni siquiera cuenta que nosotros creamos o no en Él.


Cuando leo Jeremías 31, 3 “De lejos Yahvé se le apareció: «Con amor eterno te he amado, por eso prolongaré mi cariño hacia ti”, recuerdo mis días oscuros y me reconforta saber que aun cuando estuve lejos de Él su cariño hacia mi seguía intacto, y no sólo eso, sin que crecía y se manifestaba, sin darme cuenta, en pequeños gestos: un atardecer, una palabra de aliento, personas que se acercaban a mí y me recordaban que Dios me amaba, aunque la verdad en ese tiempo hasta me molestaba que lo dijeran porque dentro de mi decía: “Mentira. No lo merezco. Vivo en pecado. Soy mala”.


Mi formación religiosa tenía una premisa: ERES CULPABLE. Sin importar cuanto me esforzara por ser buena, siempre creí que no era lo suficiente y por lo tanto Dios no podía amarme. Esta idea se agudizó en la adolescencia y fue creciendo dentro de mí hasta que un buen día ya no lo dudé.


Hace seis años regresé a Cristo. Él tenía sus brazos abiertos hacia mí. Sus ojos llenos de amor y compasión. Ni siquiera me atreví a mirarlo. Y lloré. Lloré hasta que el dolor de su ausencia se fue. 

Hasta que mis lágrimas lavaron mis culpas. Y Él me abrazó tan fuerte que mis partes rotas se unieron otra vez.


Y ni creas que desde entonces haya vivido en santidad. He cometido errores, he tropezado y otras, muchas, veces he sido berrinchuda y voluntariosa. Incluso, me he portado de una manera religiosa. ¡Me he atrevido a juzgar a las personas! Por el contrario, Él siempre me corrige y regreso a sus amorosos brazos, y aunque yo piense que no lo merezco, Él siempre me dice que sí, que soy su princesa, que ME COMPRÓ A PRECIO DE SANGRE y, por lo tanto, merezco todo lo bueno que Él ha puesto en esta vida para mí.

Y merezco usar mis talentos para su gloria. Y merezco el amor de una pareja. Y merezco ser feliz. Y merezco ser llamada HIJA DE DIOS.



Así como yo lo merezco, tú también lo mereces. Lo merecemos todos los que creemos en Jesucristo: “Pero a todos los que lo recibieron les dio capacidad para ser hijos de Dios. Al creer en su Nombre (Juan 1,12).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario